Y salían en ciertas épocas
a cazar enemigos; le llamaban la guerra florida.
Julio Cortázar (1914-1984)
A mitad del
largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y
se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta
del rincón donde el portero de al lado le permitía
guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran
las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado
adonde iba. El sol se filtraba entre los altos
edificios del centro, y él -porque para sí mismo,
para ir pensando, no tenía nombre- montó en la
máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba
entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba
los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la
serie de comercios con brillantes vitrinas de la
calle Central. Ahora entraba en la parte más
agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle
larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y
amplias villas que dejaban venir los jardines hasta
las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá
algo distraído, pero corriendo por la derecha como
correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la
leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez
su involuntario relajamiento le impidió prevenir el
accidente. Cuando vio que la mujer parada en la
esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces
verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles.
Frenó con el pié y con la mano, desviandose a la
izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el
choque perdió la visión. Fue como dormirse de
golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco
hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la
moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una
rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podia
soportar la presión en el brazo derecho. Voces que
no parecín pertenecer a las caras suspendidas sobre
él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único
alivio fue oír la confirmación de que había estado
en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la
mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba
la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta
una farmacia próxima, supo que la causante del
accidente no tenía más que rasguños en la piernas.
"Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo
saltar la máquina de costado..."; Opiniones,
recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va
bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un
trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña
farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y
lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse
a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba
bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas
al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le
dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre
por toda la cara. Una o dos veces se lamió los
labios para beberla. Se sentía bien, era un
accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada
más. El vigilante le dijo que la motocicleta no
parecía muy estropeada. "Natural", dijo
él. "Como que me la ligué encima..." Los
dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al
hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea
volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una
camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo,
pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los
ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo
tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital,
llenando una ficha, quitándole la ropa y
vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le
movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera.
Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no
hubiera sido por las contracciones del estómago se
habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos
después, con la placa todavía húmeda puesta sobre
el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de
operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le
acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de
mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban
de una camilla a otra. El hombre de blanco se le
acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba
en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una
seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores
y él nunca soñaba olores. Primero un olor a
pantano, ya que a la izquierda de la calzada
empezaban las marismas, los tembladerales de donde no
volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino
una fragancia compuesta y oscura como la noche en que
se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan
natural, tenía que huír de los aztecas que andaban
a caza de hombre, y su única probabilidad era la de
esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de
no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos,
los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en
la absoluta aceptación del sueño algo se revelara
contra eso que no era habitual, que hasta entonces no
había participado del juego. "Huele a
guerra", pensó, tocando instintivamente el
puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana
tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y
quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era
extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó,
tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin
estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del
gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un
resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El
sonido no se repitió. Había sido como una rama
quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del
olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No
se oía nada, pero el miedo seguía alli como el
olor, ese incienso dulzón de la guerra florida.
Había que seguir, llegar al corazón de la selva
evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a
cada instante para tocar el suelo más duro de la
calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a
correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado.
En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces
sintió una bocanada del olor que más temía, y
saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama
de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los
ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los
ventanales de la larga sala. Mientras trataba de
sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente
de la última visión de la pesadilla. El brazo,
enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas.
Sintió sed, como si hubiera estado corriendo
kilómetros, pero no querían darle mucha agua,
apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La
fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido
dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de
quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando
el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de
cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un
carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una
enfermera rubia le frotó con alcohol la cara
anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja
conectada con un tubo que subía hasta un frasco
lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con
un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo
sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la
fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado
donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de
teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente
repugnantes, como estar viendo una película aburrida
y pensar que sin embargo en la calle es peor, y
quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a
puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, mas
precioso que todo un banquete, se fue desmigajando
poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente
en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a
veces una punzada caliente y rápida. Cuando los
ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul
oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un
poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la
lengua por los labios resecos y calientes sintió el
sabor del caldo, y suspiró de felicidad,
abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas
las sensaciones por un instante embotadas o
confundidas. Comprendía que estaba corriendo en
plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de
copas de árboles era menos negro que el resto.
"La calzada", penso. "Me salí de la
calzada." Sus pies se hundían en un colchón de
hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las
ramas de los arbustos le azotaran el torso y las
piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de
la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar.
Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz
del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo
ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él,
aferraba el mango del puñal, subió como un
escorpion de los pantanos hasta su cuello, donde
colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los
labios musitó la plegaria del maíz que trae las
lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la
dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al
mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo
despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad
del chaparral desconocido se le hacía insoportable.
La guerra florida había empezado con la luna y
llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía
refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la
calzada mas alla de la región de las ciénagas,
quizá los guerreros no le siguieran el rastro.
Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían
hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo
sagrado. La caza continuaría hasta que los
sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía
su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo
sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en
mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte,
vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca.
El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer
enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en
hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo
rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a
cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga
lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí
me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome
agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía la penumbra
tibia de la sala le parecío deliciosa. Una lámpara
violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como
un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a
veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y
seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir
pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué
entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las
poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el
aire. Le habían puesto una botella de agua mineral
en la mesa de noche. Bebio del gollete, golosamente.
Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta
camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener
tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le
dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez
saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera
pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de
fijar el momento del accidente, y le dio rabia
advertir que había ahí como un hueco, un vacío que
no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento
en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o
lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo
tenía la sensación de que ese hueco, esa nada,
había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo,
más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a
través de algo o recorrido distancias inmensas. El
choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas
maneras al salir del pozo negro había sentido casi
un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo.
Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja
partida, la contusión en la rodilla; con todo eso,
un alivio al volver al día y sentirse sostenido y
auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al
médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el
sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada
era tan blanda, y en su garganta afiebrada la
frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar
de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta
de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a
poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la
posición en que volvía a reconocerse, pero en
cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de
filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a
comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas
direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta.
Quiso enderezarse y sintio las sogas en las muñecas
y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un
suelo de lajas helado y húmedo. El frio le ganaba la
espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó
torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se
lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna
plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como
filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los
atabales de la fiesta. Lo habían traído al
teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la
espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las
paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él
que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba
vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo
que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus
compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los
que ascendían ya los peldaños del sacrificio.
Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir
la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la
vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente,
con un esfuerzo interminable. El chirriar de los
cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso,
retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que
se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas
fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable
y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el
olor de las antorchas le llegó antes que la luz.
Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia,
los acólitos de los sacerdotes se le acercaron
mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en
los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas.
Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos
calientes, duras como el brónze; se sintió alzado,
siempre boca arriba, tironeado por los cuatro
acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los
portadores de antorchas iban adelante, alumbrando
vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan
bajo que los acólitos debían agachar la cabeza.
Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca
arriba, a un metro del techo de roca viva que por
momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha.
Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se
alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y
danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca,
pero ya iba a acabar, de repente olería el aire
libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban
llevándolo sin fin en la penumbra roja,
tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero
como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que
era su verdadero corazón, el centro de su vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto
cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba.
Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos
dormían callados. En la mesa de noche, la botella de
agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida
contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó
buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas
imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada
vez que cerraba los ojos las veía formarse
instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero
gozando a la vez del saber que ahora estaba
despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto
iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se
tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le
costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era
más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la
mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua;
no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un
vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía
interminable, roca tras roca, con súbitas
fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió
apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía,
abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos
se enderezaban y de la altura una luna menguante le
cayó en la cara donde los ojos no querían verla,
deseparadamente se cerraban y abrían buscando pasar
al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso
protector de la sala. Y cada vez que se abrían era
la noche y la luna mientras lo subían por la
escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo,
y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas
de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja,
brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de
los pies del sacrificado, que arrastraban para
tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con
una última esperanza apretó los párpados, gimiendo
por despertar. Durante un segundo creyó que lo
lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al
cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a
muerte y cuando abrió los ojos vio la figura
ensangrentada del sacrificador que venía hacia él
con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a
cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía
que no iba a despertarse, que estaba despierto, que
el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo
como todos los sueños; un sueño en el que había
andado por extrañas avenidas de una ciudad
asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin
llama ni humo, con un enorme insecto de metal que
zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de
ese sueño también lo habían alzado del suelo,
también alguien se le había acercado con un
cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él
boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
Julio Cortázar